Los Cuentos de Tía Mymi
Tuesday, February 10, 2009
CANDIDO OVEJO
Hace poco menos de un año, yo era un hombre del montón: con más pesares que placeres. Cumplía con el trabajo, cuando lo había, porque el dinero no abundaba. Hacía trabajos de carpintería, albañilería y pintura. Me apodaban el Todero. Pero, a pesar de cumplir con la gente, muy poca me pagaba. Yo debía de andar detrás de los clientes para que me pagaran. La respuesta de siempre era: “Hoy no puedo, venga mañana” o “Mi marido no está en casa, venga el quince”. O sea, que casi siempre estaba limpio y haciendo malabarismos para llevar la comida a la casa. Mi mujer trabajaba en una fábrica de ropa interior, y entre los dos manteníamos los hijos y la casa.
Un día temprano iba a buscar un material a una ferretería cercana a la iglesia, cuando sentí que una señora que salía de misa me agarró por el brazo y me dijo:
- Ayúdeme, señor que me desmayo.
La sostuve para ayudarla a caminar, pero la señora se desplomó. Entonces, pedí auxilio, pero como todos parecían ocupados, paré un taxi y llevé a la doñita al hospital, donde permaneció algunos días. La fui a visitar varias veces. Una vez le llevé flores y se puso a llorar de la emoción.
- Gracias, hijo mío por acordarte de mí. Ya ni mis hijos lo hacen ¿Cómo te llamas?
- Cándido Ovejo, señora –respondí, para preguntar a mi vez: ¿Y cuál es su gracia?
- Dadivosa Pérez –contestó, feliz de conversar con alguien.
Entonces me contó que sus hijos se habían ido al exterior hacía varios años y ya ni se acordaban de ella, pues, si acaso, la llamaban por Navidad. Tenía algunos parientes lejanos en Venezuela, pero, casi invisibles.
No se por qué razón, continué visitándola cada vez que podía, llevándole siempre alguna fruta que los médicos permitían. Algunas veces me acompañaba mi mujer, pero las visitas eran cortas en consideración a su gastado corazón.
Un domingo por la tarde, cuando entré la habitación general, encontré su cama vacía: doña Dadivosa había partido esa mañana. Mi esposa y yo lamentamos lo ocurrido y nos encargamos de localizar a alguno de sus parientes, sin éxito alguno. Entonces nosotros la despedimos; era lo menos que podíamos hacer.
Pasaron unos meses y un día me llegó una comunicación de un bufete de abogados; me pedían pasar allá “para asunto que me concernía”. Me asusté un poco, porque yo no tenía ningún problema legal qué resolver. Esa noche ni mi mujer ni yo pudimos dormir bien. Al día siguiente, cuando me dirigí al bufete, esperé dos largas horas bastante inquieto, antes de entrar a ver al Dr. Justo Jaleo, quien firmó el oficio enviado a mi casa.
El Dr. Jaleo, un hombre flaco y solemne, me saludó ceremoniosamente y luego de pedirme que tomara asiento, me solicitó la cédula de identidad. Luego, cotejó detenidamente la foto del documento con mi cara, mientras me preguntaba:
- ¿Usted conoció a la señora Dadivosa Pérez, señor Ovejo?
- Sí, señor, la conocí – respondí, tragando seco.
En seguida me solicitó que relatara cómo y en qué circunstancias había trabado amistad con ella.
- Entonces les expliqué lo que ocurrido cuando la señora Pérez perdió el sentido.
Luego de escuchar la narración de los hechos, se paró con mucha parsimonia y se dirigió a mí. Fijó sus lejanos ojos tras los lentes de fondo de botella en mí. Yo temblaba cuando se acercó para comunicarme:
- Lo felicitamos, señor Ovejo. La señora Dadivosa Pérez lo ha nombrado a usted su ¡Heredero universal!
No pude escuchar el resto, pues esta vez fui yo quien se desmayó.
Myriam Paúl Galindo
Caracas, 05.10.2008
Hace poco menos de un año, yo era un hombre del montón: con más pesares que placeres. Cumplía con el trabajo, cuando lo había, porque el dinero no abundaba. Hacía trabajos de carpintería, albañilería y pintura. Me apodaban el Todero. Pero, a pesar de cumplir con la gente, muy poca me pagaba. Yo debía de andar detrás de los clientes para que me pagaran. La respuesta de siempre era: “Hoy no puedo, venga mañana” o “Mi marido no está en casa, venga el quince”. O sea, que casi siempre estaba limpio y haciendo malabarismos para llevar la comida a la casa. Mi mujer trabajaba en una fábrica de ropa interior, y entre los dos manteníamos los hijos y la casa.
Un día temprano iba a buscar un material a una ferretería cercana a la iglesia, cuando sentí que una señora que salía de misa me agarró por el brazo y me dijo:
- Ayúdeme, señor que me desmayo.
La sostuve para ayudarla a caminar, pero la señora se desplomó. Entonces, pedí auxilio, pero como todos parecían ocupados, paré un taxi y llevé a la doñita al hospital, donde permaneció algunos días. La fui a visitar varias veces. Una vez le llevé flores y se puso a llorar de la emoción.
- Gracias, hijo mío por acordarte de mí. Ya ni mis hijos lo hacen ¿Cómo te llamas?
- Cándido Ovejo, señora –respondí, para preguntar a mi vez: ¿Y cuál es su gracia?
- Dadivosa Pérez –contestó, feliz de conversar con alguien.
Entonces me contó que sus hijos se habían ido al exterior hacía varios años y ya ni se acordaban de ella, pues, si acaso, la llamaban por Navidad. Tenía algunos parientes lejanos en Venezuela, pero, casi invisibles.
No se por qué razón, continué visitándola cada vez que podía, llevándole siempre alguna fruta que los médicos permitían. Algunas veces me acompañaba mi mujer, pero las visitas eran cortas en consideración a su gastado corazón.
Un domingo por la tarde, cuando entré la habitación general, encontré su cama vacía: doña Dadivosa había partido esa mañana. Mi esposa y yo lamentamos lo ocurrido y nos encargamos de localizar a alguno de sus parientes, sin éxito alguno. Entonces nosotros la despedimos; era lo menos que podíamos hacer.
Pasaron unos meses y un día me llegó una comunicación de un bufete de abogados; me pedían pasar allá “para asunto que me concernía”. Me asusté un poco, porque yo no tenía ningún problema legal qué resolver. Esa noche ni mi mujer ni yo pudimos dormir bien. Al día siguiente, cuando me dirigí al bufete, esperé dos largas horas bastante inquieto, antes de entrar a ver al Dr. Justo Jaleo, quien firmó el oficio enviado a mi casa.
El Dr. Jaleo, un hombre flaco y solemne, me saludó ceremoniosamente y luego de pedirme que tomara asiento, me solicitó la cédula de identidad. Luego, cotejó detenidamente la foto del documento con mi cara, mientras me preguntaba:
- ¿Usted conoció a la señora Dadivosa Pérez, señor Ovejo?
- Sí, señor, la conocí – respondí, tragando seco.
En seguida me solicitó que relatara cómo y en qué circunstancias había trabado amistad con ella.
- Entonces les expliqué lo que ocurrido cuando la señora Pérez perdió el sentido.
Luego de escuchar la narración de los hechos, se paró con mucha parsimonia y se dirigió a mí. Fijó sus lejanos ojos tras los lentes de fondo de botella en mí. Yo temblaba cuando se acercó para comunicarme:
- Lo felicitamos, señor Ovejo. La señora Dadivosa Pérez lo ha nombrado a usted su ¡Heredero universal!
No pude escuchar el resto, pues esta vez fui yo quien se desmayó.
Myriam Paúl Galindo
Caracas, 05.10.2008
Monday, November 13, 2006
EL BORDADO DE PUNTO DE CRUZ
Cuando yo era niña y estudiaba cuarto grado en el Colegio María Auxiliadora de Los Teques, entre las muchas actividades que teníamos, había una que yo consideraba muy difícil: las labores. Esta clase la teníamos a primera hora de la tarde, y en ella aprendíamos a bordar. Cada año, a medida que crecíamos los bordados eran más complicados.
Ese año debíamos preparar un muestrario de bordados: del más simple al más elaborado. Esta labor, luego de lavarla y plancharla muy bien, se exhibiría a fin de año para mostrar nuestras habilidades.
Luego de realizar varios puntos diferentes, a la mitad del pañito debíamos bordar en punto de cruz, los números y dos abecedarios en punto de cruz; uno en minúsculas y otro en mayúsculas. Yo había logrado hacer los números con la ayuda de una compañerita que lo hacía muy bien, y también las letras mínúsculas hasta la letra "g". Pero sucedió, que la monja siempre nos llamaba los viernes a preguntarnos lo que habíamos bordado en la semana, y de acuerdo al esfuerzo, nos ponía buena o mala nota. Entonces Sor Isabel, la profesora de Labores, cuando me llamó y vio mi trabajo, se dio cuenta de que yo no había avanzado nada, pues mi bordado era el mismo de la semana anterior, y peor aún, tenía la tela sucia de tanto desbaratar el bordado, porque el arte del punto de cruz consistía en que tenía que ser cruzado por delante y vertical por detrás. Y como yo lo enredaba todo en la parte posterior, por eso me lo hacían desbaratar. En vista de mi terrible trabajo, la monja me dijo muy molesta:
-Mymi, usted se queda hasta que haga la letra "g" como se debe, y no se irá para su casa hasta que lo haya conseguido.
Ante tal castigo, yo estallé en llanto, mientras veía salir victoriosas a las otras niñas que sí habían hecho bien su bordado, y me miraban, unas compasiva y otras burlonamente. Entonces, al quedarme sola, continué llorando hasta que me cansé. Luego, comencé a curiosear el salón donde me encontraba, que no era otro que el escenario donde representaban las funciones de teatro del colegio. Observé las cortinas, los trajes, me cansé también y me fastidié, sentándome, después de dar muchas vueltas en el banco y le pedí a Dios que me ayudara a solucionar lo del bordado. Pasó un rato y de pronto sentí que se me prendía un bombillito en la cabeza, iluminándome.
Entonces volví al tomar el muestrario, interesándome en conocer cómo era el punto de cruz. Ensarté la aguja con la sedalina roja y decidí intentar ver cuál era el misterio del punto de cruz. Sí, estaba decidida a estudiar cuál sería la ruta correcta de la aguja; así que hice una puntada y me equivoqué, pero lejos de enojarme, dije de muy buen humor:
-Agujita, agujita, esa no es tu rutica, vamos a devolvernos por donde vinimos. Tomemos entonces otro camino.
Y Nuevamente metí la aguja, pero esta vez la puntada salió perfecta. Todo resultó muy fácil. Me entusiasmé y continué, continué sin parar hasta terminar ¡Todo el abecedario en minúsculas! Y sucedió que fue tanta mi alegría que ¡Bordé también la mitad del abecedario en mayúsculas! Yo estaba tan distraída con mi labor, que no me di cuenta que Sor Isabel estaba detrás de mi. De pronto volteé y vi cómo me miraba admirada con los ojos pelados como dos huevos fritos.
-¡Mymi, mira lo que has avanzado por estudiar! Te felicito, niña por el esfuerzo.
Esa semana saqué 20 en Labores, y al finalizar el año escolar, no solamente exhibí mi muestrario, sino también un lindo mantelito con sus servilletas ¡Bordados en punto de cruz!
Y colorín colorado, estudiando mucho terminé el bordado.
Tía Mymi
Saturday, October 14, 2006
Friday, October 13, 2006
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